Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

19 abril, 2011

Los albores del Museo de Ciencias Naturales

La producción científica española de la segunda mitad del siglo XVIII vivía una época de esplendor, principalmente en especialidades como la historia natural, la química y la medicina y daba la impresión de que nuestro país parecía en buen camino para convertirse en protagonista de la ciencia contemporánea.

El 10 de mayo de 1776, José de Gálvez, ministro de Indias, da desde la Península una Instrucción dirigida a los virreyes de Perú, Nueva España y Santa Fe, gobernadores de Filipinas, Yucatán, Chile, Habana, Buenos Aires, Caracas, Margarita, Trinidad, Santo Domingo, Puerto Rico, Luisiana, Panamá, Paraguay, Tucumán y de las Malvinas, presidentes de las Reales Audiencias de Quito, Charcas y Guatemala y al Comandante de la Guayana. Esta Instrucción guarda relación con la expedición científica a Chile y Perú (realizada por Hipólito Ruiz y José Pavón) pero en ella se muestra claramente la situación cultural que vive nuestro país:
“El Rey ha establecido en Madrid un Gabinete de Historia Natural en que se reúnan no sólo los Animales, Vegetales, Minerales, Piedras raras y cuanto produce la Naturaleza en los vastos dominios de S. M., sino también todo lo que sea posible adquirir de los extraños. Para completar y enriquecer las series del Real Museo en cada una de sus clases, conviene que los sujetos que mandan en la Provincias y Pueblos de los Reinos Españoles, cuiden ahora y en lo sucesivo de recoger y dirigir para el Gabinete de Historia Natural las piezas curiosas que se encuentren en los distritos de su mando (...)”

12 abril, 2011

Las ciencias desamparadas, a los ojos de Menéndez Pelayo

Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) ha sido, y es, una personalidad controvertida en el panorama cultural español. Aunque los trabajos del erudito santanderino son el punto de partida de muchos los estudios que se han realizado después que él los hubiera comenzado, de su obra sólo se destacan algunos párrafos de sus fogosas obras juveniles y sus detractores olvidan su sereno razonamiento en la edad madura; parece como si el polígrafo montañés no hubiera escrito nada después de haber cumplido veinticinco años. Muchas veces se le cita con referencias superficiales, citas de una cita que contiene una cita que, a su vez, es citada por alguien que, probablemente no leyó una sola jota de la abundante bibliografía de este hombre extraordinario.
Todo esto viene a cuento porque Menéndez Pelayo ha sido el paradigma del hombre de letras. Sin embargo, su enorme cultura, sin límites, le hizo fijarse y detener su pensamiento en muchos de los problemas de la cultura española de su tiempo, entre los que se encontraban los que afectaban a la política científica de nuestro país. En 1893 se publicó el que fuera el discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales del académico Acisclo Fernández Vallín; el texto iba precedido por un proemio del bibliófilo de Santander, que a la sazón contaba treinta y siete años, titulado “Esplendor y decadencia de la cultura científica española”. En estas páginas se queja del “desamparo y abandono en que yace la facultad de Ciencias”, a la que considera la auténtica “Cenicienta” de las facultades universitarias españolas. Menéndez Pelayo dice que este centro tiene que ser
“una escuela cerrada de purísima investigación, cuyos umbrales no traspase nadie cuya vocación científica no hubiera sido aquilatada con rigurosísimas pruebas y entrase allí no como huésped de un día, sin afición ni cariño, sino como ciudadano de una república intelectual, a la cual ha de pertenecer de por vida, ganando sus honores en ella no con risibles exámenes de prueba de curso, que en la enseñanza superior son un absurdo atentado a la dignidad del magisterio, sino con la colaboración asidua y directa en los trabajos del laboratorio y de la cátedra, como se practica en todas partes del mundo, sin plazo fijo para ninguna enseñanza, sin imposición de programas, con amplios medios de investigación y con la seguridad de encontrar al fin de la jornada la recompensa de tanto afanes, sin necesidad de escalar una cátedra por el sistema tantas veces aleatorio de la oposición, que desaparecerá por sí mismo cuando el discípulo, día por día, se vaya transformando en maestro, pero que ahora conviene que subsista, porque todavía es el único dique contra la arbitrariedad burocrática.
Cuando tengamos una Facultad de Ciencias (basta con una) constituida de esta suerte, y cuando en el ánimo de grandes y pequeños penetre la noción del respeto con que estas cosas deben ser tratadas, podemos decir que ha sonado la hora de la regeneración científica de España. Y para ello hay que empezar por convencer a los españoles de la sublime utilidad de la ciencia inútil” [las cursivas son del autor].

05 abril, 2011

El ciego descrito por Andrés Laguna

Andrés Laguna (ca. 1510-1559) fue un médico segoviano, de familia judeoconversa, que tuvo en su época una excelente reputación por su saber. Su formación intelectual la adquirió en la Universidad de París, centro que conservaba por aquel entonces las esencias de la medicina tradicional, esto es, era un lugar poco abierto a aquellos conocimientos que fueran diferentes de los que podían encontrarse en los textos del médico por excelencia: Galeno.
Laguna ejerció su profesión en muchos lugares de Europa: Inglaterra, Países Bajos, Francia, Italia, etc. Aunque su obra más conocida fueron los comentarios que hizo a la Materia medica de Dioscórides, también escribió un texto de anatomía titulado Anatomica methodus (1535) en el que criticaba la forma tradicional de la época de enseñar esta disciplina científica. En el siglo XVI, el “barbero”, ignorante en asuntos anatómicos, realizaba la disección pero carecía de conocimientos para explicar lo que estaba realizando. Laguna escribe contra esta situación, antes que el gran impulsor de la reforma de los estudios anatómicos de su tiempo: Andrés Vesalio (1513-1564). Laguna habla del ciego de esta manera:
“… o monóculo que es, sin duda alguna, el intestino que aparece más lleno de heces.  Se le denomina ciego porque parece tener un solo orificio de entrada y también de salida, aunque en realidad tiene dos muy pequeños que no están distanciados, sino situados uno al lado de otro.  Muchos, en efecto, han creído que tenía un sólo orificio y que su forma era la de un falso intestino, pensando que pendía como un vientre relleno en cuyo fondo no existía abertura. No obstante, quien desee conocer con rigor el ingenio de la naturaleza, conviene que diseque incluso las partes más sucias y que examine con sumo cuidado su posición, formas, número y consistencia. Cuando se realizaba en París una anatomía del cuerpo humano y todos los estudiantes de medicina compañeros míos y también los barberos que estaban encargados de disecar se apartaron del cadáver a causa del hedor de los intestinos y continuaron pensando que el intestino ciego, al que ni siquiera habían dirigido los ojos, tenía un sólo orificio, yo, tomando un escalpelo, lo disequé y con un palito mostré claramente a todos dos orificios situados en el mismo lugar, uno de ellos de entrada y el otro de salida.  Había leído en Mondino, no tan ignorante como tosco, que era tal como lo comprobé ocularmente.”