Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

20 marzo, 2017

Los libros y Ramón y Cajal

Santiago Ramón y Cajal, el más importante de los científicos que en España han sido y uno de los grandes sabios que dado nuestra especie, fue un firme defensor del conocimiento sin matices ni adjetivos, del saber en su conjunto. 

Para él no había compartimentos ni rincones en el conocimiento, en la cultura. No se podía, según su criterio, parcelar la sabiduría del joven, ni incluso del especialista, del científico. Las ciencias y las letras siempre deberían ir de la mano: “Suele crecer la planta según la dimensión de la maceta. El talento aldeano confinado en su rincón difícilmente alcanzará pleno florecimiento” y completa este pensamiento con el siguiente: “Insistiendo en un concepto vulgar, recordemos que el piano cerebral se destempla golpeando reiteradamente en la misma tecla. No hay por qué sonrojarse si después de oír los acordes graves de la ciencia dirigimos la sensibilidad a los ritmos deleitosos del arte o a las rudas brusquedades de los ejercicios físicos”.
En su testamento cultural, El mundo visto a los ochenta años, se muestra contrario a los que “sostienen que un buen especialista puede ignorar cuanto rebasa el círculo de su atención habitual. No; el sabio, además de la disciplina especialmente cultivada, queda obligado, si no quiere adocenarse, a saber algo de todo.” Y sabedor que importantes científicos han llegado a la ciencia desde la parcela filosófica, defiende estos estudios por considerarlos “una buena preparación y excelente gimnasia para el hombre de laboratorio”.
Pintado por Joaquín Sorolla
 Ramón y Cajal pasó por la vida leyendo y observando, los libros y su microscopio fueron, sin duda, las cosas que más amó. Vivió entre libros y preparaciones microscópicas, hojeando y escudriñando.
Poco después del fallecimiento de su mujer, Silveria Fañanás, ocurrida en agosto de 1930, el sabio se aisló en el sótano de su casa, la “cueva”, que nos describió su última secretaria, Enriqueta L. Rodríguez en la biografía que hizo del histólogo: “En estanterías de pino, sin barnizar, tenía de 8 a 10.000 volúmenes clasificados en Obras maestras, Clásicos griegos antiguos y modernos, Latinos, Viajes, Geografía, Filosofía, Historia, Religión, Novelas, etcétera.”
La biblioteca la comparaba con una botica, una botica espiritual, porque “si en las estanterías farmacéuticas se guardan los remedios contra las enfermedades del cuerpo, en los anaqueles de las buenas librerías se encierran los específicos reclamados por las dolencias del ánimo”. Así, para llorar y reír y delirar y libros sedantes y tonificantes y analgésicos y… porque don Santiago sabía que en los libros están la historia, la imaginación, el pensamiento, la ciencia... lo mejor del hombre. 
En la actualidad se declaran bastantes cosas —ciudades, parajes naturales y algunas gansadas— patrimonio de la humanidad y sin embargo, el libro, desde que nace ya pertenece, mágicamente, a la humanidad entera, es de todos. Su autor nos puede ser incluso desconocido, pero el libro no: no nos importa, en sí misma, la autoría del Lazarillo ni la de los hermosos romances del siglo XV español. 
Lo que ocurre es que no hay vientos favorables para la lectura, ejercicio que necesita aislamiento del exterior y quietud interior. En nuestras vidas soplan auténticos vendavales de ruido y agitación que hacen zozobrar los espíritus y no permiten el sosiego necesario para pensar en lo que otros dicen, para hablar con los autores de otras épocas que nos relatan sus emociones e impresiones y, sin darse cuenta, como por hechizo, nos ofrecen una parte de su personalidad y descubrimos porciones de su humanidad que, incluso ellos no conocieron jamás. 
La última secretaria del neurobiólogo nos dejó escrito: “Yo no sé si otros sabios tan sabios como Cajal han dialogado y polemizado con los autores de los libros que han leído como lo hizo don Santiago. Páginas, márgenes y solapas estaban enriquecidas por sus comentarios a lápiz o a pluma”.
Y cuando el hombre empieza a ser, comienza a relacionarse con libros: los primeros y sencillos manuales de iniciación a la lectura, los denostados de texto, que han permitido ilustraciones y comentarios a los personajes que en ellos figuraban; los libros de recreo que ocupan nuestro descanso; en fin, la mayor parte de los libros que ha participado en la creación de nuestra personalidad debe merecer nuestro respeto y agradecimiento. Y al final de la vida los libros tienen que ser compañeros inseparables y nuestro sabio, preocupado por los avatares de los años postreros, recomendaba sumo cuidado en la elección de los libros y aconsejaba los libros de la Antigüedad porque “la irradiación del pasado nos da cierta ilusión de juventud y optimismo. Con algunas excepciones, la voz de la Antigüedad exhala la fragancia cautivadora del inicio del saber occidental, con sus tanteos y errores, mas también con una frescura e ingenuidad de forma y un ímpetu de pensamiento original subyugadores”. 
Y es que don Santiago coincidía con el rey Alfonso de Aragón que deseaba para sus últimos años, leña vieja para quemar, vino viejo para beber, viejos libros para leer y viejos amigos con los que conversar.

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